Saltar al contenido

Com va això?

  • Escritos

 

A principios del año 2000, recién licenciado en arquitectura por la Universidad de Venecia, llegué a Barcelona desde Bruselas, donde había estado trabajando en un gabinete de arquitectos y al mismo tiempo preparando mi proyecto final de carrera. En Barcelona, después de colaborar con los arquitectos R+B Roldán Berenguer en un proyecto que se presentó al concurso para la nueva sede de la empresa pública Barcelona Activa y que resultó ganador, y mientras trabajaba con dos colegas en varios proyectos para presentar a concursos, recibí una extraña llamada telefónica.

Al otro lado de la línea, la voz de una persona mayor me preguntó si estaba hablando con el arquitecto, si buscaba trabajo y si estaba dispuesto a tener una entrevista dentro de una hora. Al contestarle yo que sí, me comunicó que me esperaba en el Paseo de Gracia, número 30, y, sin añadir nada, colgó.

Yo al pronto pensé que se trataba de una broma, pero, en vista del corto plazo que me daba, no tuve tiempo de hacer las oportunas averiguaciones. Cogí, pues, unas cuantas imágenes de proyectos que había realizado y salí para allá.

Paseo de Gracia, para los que no lo sepan, es probablemente, desde el punto de vista económico, la calle más relevante de Barcelona, en la que tienen su sede algunas de las empresas y corporaciones más importantes del país. Al llegar al número 30, a escasos metros de la famosa Pedrera de Gaudí, me hallé ante el portal de un precioso edificio modernista, de aire parisino, en el que no vi nada que indicara que allí hubiera ningún despacho de arquitectos, ni, por cierto, de ningún otro tipo. Como mi interlocutor no me había comunicado ni su nombre ni ninguna otra información que me permitiera saber adónde me dirigía exactamente, mi sensación de que aquello era una broma aumentó. Examiné el edificio; vi que, extrañamente, no había portero y que el inmueble constaba de unas diez plantas, con dos viviendas por planta. Como las oficinas comerciales suelen estar en las primeras plantas, decidí tocar los correspondientes timbres. Nadie respondía, pero de pronto se abrió el portal. Entré. Miré las etiquetas de los buzones esperando ver una que fuera de un despacho de arquitectos y donde figuraran el piso y la puerta. Para mi sorpresa, el único buzón que parecía pertenecer a una oficina tenía, pegado encima a la pared, una lista de unos cien nombres de empresas, todos muy raros y todos terminados en S.L. En aquel momento comprendí que no era broma, sino algo peor: una de esas trampas en las que, con el pretexto de promesas laborales, intentan timar a los incautos.

Pero, ya que había llegado hasta allí, decidí seguir con el juego y subí al piso indicado en el buzón. La puerta estaba entreabierta y entré. Luego reflexioné que aquella puerta marcaba algo más que un límite espacial; era también un límite temporal. Penetré en aquel espacio como si hiciera un viaje a la década de los años sesenta: todo lo que allí había, muebles, objetos decorativos, cuadros, parecía congelado en aquellos años. Me recibió una secretaria que me acompañó a una sala de reuniones donde estaba esperándome un señor que debía de ser octogenario, de rasgos muy nobles, de enormes ojos azules de mirada cristalina y que iba vestido con elegancia exquisita.

Com va això?”, me saludó, en un tono que me sorprendió por lo familiar. Luego supe que era la fórmula que usaba con las personas más cercanas. Y, en efecto, aquel saludo me hizo sentir como si nos conociéramos de toda la vida. Guardamos unos minutos en silencio, en los que nos miramos, yo preguntándome quién demonios era aquel señor tan curioso que me convocaba y me recibía así, y él como queriendo averiguar si yo era una persona en quien podía confiar. Me preguntó entonces por mis experiencias anteriores y, cuando pareció satisfecho, empezó a hablarme como si yo fuera un colaborador que hubiera estado una semana de vacaciones y al que pusiera al día de las cuestiones pendientes. Al cabo de dos horas de conversación, que empleó en repasar mil y un proyectos y asuntos de diferente índole, con ese modo de hablar atropellado y como ensimismado que luego vi que era característico pero que, en aquel momento, me tenía desconcertado y casi preguntándome qué clase de viejo chiflado tenía delante, me dijo que tenía que irse y que seguiríamos al día siguiente, dando por sentado que yo formaba ya parte de su equipo. Cuando se levantó, vi con asombro que éramos casi igual de altos, y digo con asombro porque no todos los días me encuentro con personas que midan uno noventa, y mucho menos de esa edad.

Y así me vi aceptando un trabajo casi sin darme cuenta y sin haber hablado siquiera de las condiciones. Pregunté a la secretaria a qué hora abrían el despacho y al día siguiente, puntualmente, me presenté de nuevo. Cuando le pregunté a la secretaria cuál era mi puesto, ella, que al parecer no había sido puesta al corriente, me acompañó por un pasillo larguísimo hasta el denominado “departamento técnico”, donde me señaló un escritorio libre y me presentó a un tal Josep Enric, el único arquitecto presente en aquel momento y que iba a ser mi compañero de trabajo. Josep Enric me explicó, no sin dificultad, lo peculiar que era aquella oficina, y supe así que el arquitecto que me había “contratado” se llamaba José María Bosch y Aymerich, o simplemente Señor Bosch, como lo llamaban los colaboradores más estrechos, y era el dueño de todo el inmueble y de todas las empresas de la lista que había visto en el buzón.

El departamento técnico, como el resto del inmenso piso, parecía congelado en el tiempo, con su estilo de oficina neoyorquina de los años sesenta, sus archivadores metálicos, sus teléfonos de disco, sus viejas máquinas de escribir y un montón de papeles, planos, maquetas y todo tipo de trastos que habían ido acumulándose con el tiempo. De las paredes colgaban viejas fotografías de maquetas y proyectos de al menos cuarenta años atrás: en ellas se veían edificios muy modernos que me parecieron a la altura de las obras de los grandes maestros de la arquitectura, como Mies Van der Rohe, Gropius, Alvar Aalto o Le Corbusier, pero ¡que habían sido realizados por un arquitecto casi desconocido en el panorama de la arquitectura contemporánea! Y había edificios de todo tipo: hoteles, hospitales, grandes fábricas, urbanizaciones, la mayoría en lugares hoy emblemáticos, como el glamoroso Hotel Cap Sa Sal de Begur en la Costa Brava, por entonces un lugar remoto y casi desconocido, y que dio el pistoletazo de salida al fenómeno turístico de la costa.

A media mañana, el Señor Bosch, que vivía en la planta de abajo, vino a visitar el departamento técnico, algo que, como supe luego, hacía a diario, y después de saludar con su “Com va això?” me preguntó si Josep Enric me había puesto al corriente de todo. Yo le contesté que sí, que me había puesto al corriente de las últimas dos horas y que sólo me faltaban los ochenta años anteriores, ocurrencia típica de mí, que le hizo sonreír con aquella sonrisa cómplice que con el tiempo conseguí arrancarle más de una vez. Y, sin más ni más, me comunicó que al día siguiente nos íbamos de visita a La Masella, en los Pirineos, donde quería construir una escuela de esquí.

Aquella misma tarde Josep Enric me contó lo que era realmente la Masella: unas cuantas montañas propiedad del Señor Bosch en las que, a lo largo de los años, había ido proyectando y construyendo una estación de esquí con sus pistas y remontadores, hoteles, chalés, apartamentos, restaurantes, un pueblo entero, en fin, todo propiedad de una misma persona.

Pensé que sería divertido visitar algo tan peculiar en compañía del artífice. A la mañana siguiente, cuando me presenté puntualmente en la oficina, encontré al Señor Bosch ya esperándome con su Mercedes clase S que, para mi sorpresa iba a conducir él mismo, a pesar de que tenía chófer. La Masella está a unos ciento cincuenta kilómetros, que recorrimos en poco más de una hora, y eso que los últimos treinta kilómetros eran por una estrecha carretera de montaña con curvas cerradísimas. Y es que el Señor Bosch conducía de una manera que cualquier piloto de rally le hubiera envidiado. Ver a una persona de más de ochenta años conducir por aquellas curvas de vértigo como si estuviera disputando una carrera, y sin necesidad de copiloto, en este caso yo, que me pasé todo el viaje agarrado al asiento para no salir despedido, fue una sensación que nunca olvidaré.

Cuando llegamos, el Señor Bosch me contó todo lo que quería hacer y que lo quería hacer lo antes posible. Se trataba de un plan de trabajo muy ambicioso, cuya ejecución habría requerido, en otras circunstancias, diez años como mínimo, pero que él decía que llevaría a cabo en ¡un par de años! Los trabajos consistían en renovar la estación de esquí y un hotel de ciento cincuenta habitaciones, convertir otro hotel en un albergue juvenil, construir ochenta chalés y una escuela de esquí, más un sinfín de obras menores.

Pero lo que en aquel momento me pareció un plan casi descabellado pronto se reveló más que viable, pues, como enseguida comprobé, en aquella oficina todo se hacía a una velocidad récord, a pesar de que el equipo de trabajo sólo lo formábamos tres arquitectos, Joseph Enric y yo mismo, más un argentino, Ariel, que se sumó posteriormente, a veces supervisados por Ignasi, el sobrino del Señor Bosch.

La consigna del Señor Bosch era simple: controlar todo el proceso, desde la fase de proyecto y construcción hasta la posterior de explotación. Y todo giraba en torno a una sola y pequeña oficina, nuestro departamento técnico, donde la información fluía fácil e inmediatamente y no se perdía tiempo en preparar documentación para terceros. Algo que se esbozaba un día podía estar construido dos o tres después. No había casi trámites de licencias, ni presupuestos de empresas, ni era preciso esperar la conformidad de los clientes, todo se hacía al instante. El primer proyecto en el que colaboré fue la construcción de una escuela hipogea de esquí cubierta por una gran terraza solario que debía servir de zona de relax para los esquiadores de la contigua estación. El Señor Bosch estaba “molt preocupat”, me dijo, mezclando, como solía hacer, frases cortas en un catalán muy cerrado con su español muchas veces incomprensible por lo rápido y bajo que hablaba, “molt preocupat” por el acceso a la escuela de esquí, que no quería que tapase a los huéspedes la vista de las montañas de enfrente. “No pasa nada”, le aseguré, “haremos que el acceso parezca una montaña más, por el simple procedimiento de levantar una esquina de la terraza, como haríamos con el pico de una alfombra, y colocar en ella la entrada: esta punta levantada armonizaría con el paisaje de montaña y, cubierta de nieve, parecería un pico natural más.” La idea le encantó. “Hágame un croquis y mañana lo vemos”, me dijo. Al día siguiente le enseñé el croquis en tres dimensiones que yo estaba haciendo por ordenador y mandó ejecutarlo de inmediato. De hecho, pronto descubrí que mi capacidad de proyectar tridimensionalmente con ordenador, herramienta que por entonces todavía no se utilizaba mucho, podía representar un riesgo en aquella oficina, ya que el Señor Bosch, acostumbrado a la manera de trabajar tradicional, en la que los planos bidimensionales preceden las vistas en perspectiva, no podía concebir que un modelo tridimensional no fuera algo acabado y listo para ejecutarse, en lugar de lo que en mi caso era: un mero esbozo que necesita trabajarse y a menudo modificarse radicalmente. Así, muchas veces, cuando él se sentaba unos minutos conmigo a ver lo que habíamos acordado y yo había proyectado en tres dimensiones, satisfecho con lo que veía, daba orden de que se ejecutase en obra de inmediato, lo que me obligaba a mí a improvisar unos planos que, por suerte, no habían de ser muy detallados, dado el sistema de trabajo que allí se seguía. Por eso, por el riesgo de que las aprobara y mandara realizar antes de tiempo, aprendí pronto a evitar enseñarle soluciones de proyectos que yo estaba modelando tridimensionalmente y no consideraba resueltas del todo.

El Señor Bosch era una persona de mente lúcida, profunda y muy creativa y al mismo tiempo un hombre de acción, que encontraba en el trabajo su razón de ser. Su currículo es tan extenso que ocupa por sí solo varios volúmenes, de los que, por cierto, conservo celosamente una copia que tuvo a bien regalarme. En este currículo puede verse que es probablemente uno de los arquitectos más prolíficos del mundo, y sin duda alguna de España.

Mucho me contó de su vida y no es fácil resumirlo: nació en Gerona en 1917, estudió ingeniería industrial y fue el primero de su promoción, obteniendo el Premio Nacional de Fin de Carrera en 1944; carrera que se sufragó dando clases a otros estudiantes, porque, aunque procedía de una familia acomodada, a su padre lo asesinaron en la guerra civil y todos los bienes les fueron confiscados. Completó sus estudios en la universidad norteamericana de Harvard y en el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), donde fue el primer español en graduarse y donde asistió a clases de arquitectos como Le Corbusier, Alvar Aalto y Walter Gropius. Luego estuvo un tiempo trabajando con Mies Van der Rohe en Chicago y con Wrigth en Taliesin. De vuelta en Barcelona, fue nombrado representante en España del MIT y en 1947 ganó por concurso la plaza de director técnico industrial de la Zona Franca barcelonesa, en la que consiguió que se creara la primera fábrica de coches SEAT y una vía periférica de cien metros de anchura, algo que estaba muy por encima de las usos urbanísticos de la época y que los políticos consideraron una “locura”; esta vía se convirtió luego en el famoso Cinturón del Litoral que, curiosamente, construyó una empresa del mismo Señor Bosch y que hoy es uno de los accesos fundamentales de la ciudad y una conexión con el vecino aeropuerto del Prat.

Un día me contó cómo, en los años cincuenta, consiguió que la Marina de Estados Unidos le encargara construir en España una cuantas bases norteamericanas, para lo que creó su primer gran despacho de arquitectura, con más de trescientos arquitectos. La estratagema fue la siguiente: publicó un anuncio en la prensa ofreciendo puestos de trabajo a arquitectos que debían presentarse en ciertas oficinas cierto día con el material necesario para la elaboración de un proyecto de prueba. Las oficinas las había alquilado para la ocasión y el día coincidía con el de la cita fijada con los responsables norteamericanos, que venían a verificar la competencia del candidato. Se presentaron más de quinientos arquitectos que, desde primeras horas de la mañana, se pusieron a trabajar, dando una imagen de oficina muy laboriosa y productiva. Al ver aquello, los americanos quedaron muy impresionados y no dudaron en otorgarle el contrato. Y así mató dos pájaros de un tiro, porque muchos de los candidatos que se presentaron acabaron formando parte del equipo que llevó a cabo la construcción de las bases.

Otro día que volvíamos de una obra —en su Mercedes, que seguía conduciendo como un piloto de carreras—, me contó que también había trabajado en el proyecto de la NASA de la base de Cabo Cañaveral desde donde despegaba el Columbia, proyecto que pudo llevar a cabo con la colaboración de más de dos mil técnicos gracias a los contactos que había hecho durante la construcción de las bases norteamericanas.

Por aquellos años tenía proyectos en los cincos continentes y se había convertido en un viajero incansable. Diseñó y construyó ciudades enteras como Jubail y Yanbu Al-Sina’iya, en Arabia Saudí, y macrourbanizaciones en los alrededores de Madrid. Un día me enseñó fotos de un rascacielos de cuarenta plantas que había diseñado para la Plaza de Catalunya en Barcelona, un proyecto que obtuvo varios galardones pero que nunca llegó a realizarse. Otras obras cuyos planos me enseñó y sí llevó a cabo fueron el Hoechst Ibèrica de Barcelona, la Villa Olímpica de Badalona para jueces y periodistas, el complejo de apartamentos de lujo y el hotel Reymar de Tossa de Mar, en la Costa Brava, así como la clínica Puerta de Hierro, el Banco de Madrid y el teatro Marquina de Madrid, más muchos otros edificios, algunos de los cuales conocí personalmente porque, durante mi colaboración, intervinimos en ellos para reformarlos o modificarlos, como es el caso del Alp Hotel y del Albergue Abrigall de Masella o el hotel Sa Punta de S’Estanyol de Mallorca…

Además de grandes edificios, también nos dedicábamos al diseño industrial para uso “interno” de sus empresas, pues era su deseo que todo funcionara de la manera más eficaz y productiva posible. Una vez, por ejemplo, vio que el personal de la limpieza de uno de sus hoteles tenía que cargar con pesadas cestas de ropa para echarlas en las lavadoras industriales y enseguida me encargó diseñar un carrito articulado de acero inoxidable que les facilitara la tarea: lo hice y en menos de una semana todos sus muchos hoteles contaban con el carrito.

El Señor Bosch era un amante de las ruinas romanas y del arte antiguo, y un coleccionista. Yo compartía ese amor y cuando, con el tiempo, me gané su confianza, le ayudaba a organizar y mover las piezas de su colección, que podían competir con las de los mejores museos. Nunca olvidaré una tarde en que tuvimos que mover un sarcófago pre-cristiano que era una mole de mármol impresionante. Su casa, que era un museo, estaba, igual que su estudio, como congelada en el tiempo: se entraba en ella como se entraría en un museo en los años sesenta. Había, colgadas de las paredes y distribuidas por las diferentes salas, todo tipo de piezas, de arte griego y romano, de arte sacro medieval, de arte moderno… A mí me llamaba particularmente la atención una escultura que representaba a una mujer con los brazos levantados, porque era la misma que se había expuesto en 1927 en el pabellón de Barcelona de Mies Van der Rohe (cuando en los años ochenta se reconstruyó el pabellón, no hubo más remedio que instalar una copia).

Un día tuvimos que mover un capitel corintio que había comprado en Roma y fue muy divertido. No había manera de moverlo, porque era una mole de mármol de no sé cuántas toneladas. Al final se nos ocurrió consultar un manual de construcción romano para ver cómo se la apañaban los pobres canteros de la época; con unos maderos simulamos una de aquellas máquinas y comprobamos que funcionaba a la perfección. (En el minuto 38:00 de la entrevista puede verse el pasillo y parte del salón de la casa, pero, ya solo eso da idea de la cantidad de obras de arte que formaban su colección.)

Otro día, en una de sus visitas diarias al departamento técnico, me dijo que se había enterado de que existían cámaras fotográficas digitales cuyas fotos no necesitaban revelado y podían imprimirse directamente con una impresora de oficina, y me preguntó si funcionaban bien. Yo le contesté que eran los primeros modelos pero que los de gama alta seguramente podían tener un uso profesional. “Pues vaya ahora mismo y compre la mejor, porque tengo un trabajito para usted”, me dijo. La mejor por aquel entonces era una Nikkon de unos cinco mil euros que pagó sin rechistar. Cámara en mano, me presenté en su casa. Entonces sacó un pesado maletón metálico y lo abrió: estaba lleno de toda clase de joyas y piedras preciosas a cual más bella y resplandeciente. “Quiero que fotografíe todas y cada una de las piezas.” Hasta la fecha no lo había hecho porque habría tenido que llevar las fotos a revelar y no se fiaba. Monté en una mesa del salón un pequeño set fotográfico con un fondo de terciopelo negro y unas luces que me quedó de lo más profesional y me pasé por lo menos quince día manipulando, observando, estudiando y fotografiando aquellas piezas, un verdadero compendio de joyería que iba desde la antigua Roma hasta nuestros días, con piezas del tesoro de los zares, de grandes personajes de la historia de España y Europa…

Trabajar con el Señor Bosch era llevarse una sorpresa un día sí y otro también. Se le ocurrían ideas o encargaba cosas que al principio parecían disparatadas, pero que luego se revelaban perfectamente viables. Un día, por ejemplo, se presentó con los planos de un palco del Teatro de Liceo que quería reformar. Al principio me pareció raro, tratándose de un edificio público que se supone sujeto a criterios de protección patrimonial. Pero luego entendí lo que pasaba, y es que aquel palco era de propiedad privada y tenía un estatuto especial. El señor Bosch era propietario de aquella porción de teatro y podía hacer con él prácticamente lo que le viniera en gana. Además, descubrí con asombro que el palco que se veía desde el patio de butacas era sólo una parte de aquella propiedad, pues una escalerita de caracol interior conducía a un área privada acondicionada con sofás y barra de bar que era todo un saloncito donde recibir visitar cómoda y discretamente.

Trabajé con el Señor Bosch unos tres años hasta que decidí abrir mi propio despacho de arquitectura y desde entonces ha sido para mí una figura de referencia que me acompaña en mi quehacer profesional.

Me entristezco ahora al enterarme de que ha fallecido con sus casi noventa y ocho años y en plena posesión de sus facultades físicas y mentales. Veo la entrevista que le hicieron poco antes de su fallecimiento —con ese gallo que tenía en casa desde la muerte de su mujer, en pleno Paseo de Gracia, al más puro y extravagante estilo señor Bosch—, revivo su figura y una parte entrañable de mi pasado y vuelve a resonar en mi cabeza su voz: Com va això?, Com va això?